Son tantas las ocurrencias que vienen agotando el asombro de nuestro tiempo, que se termina por perder la esperanza de enmiendas. 

Nos ha tocado vivir la época más triste y fuerte, la de los desenlaces patentes que fueran previstos durante tanto tiempo, sólo como presentimientos y alertas.

Estamos perdiendo la Patria; parece inminente su final hundimiento.  Es inútil todo intento de denegarlo, pues son muy obvios los daños previos a la fase de su final colapso.  

Todo ha sido tan infame que en la atribución de responsabilidades no hay manera de fijar niveles de culpabilidad entre los autores del Patricidio.

Desde luego, la Geopolítica, como caldo de cultivo, está en un primer lugar inequívoco; pero ONU, así como OEA, en sus raptos decrépitos, no hubieran podido operar con tan siniestro éxito sin contar con la traición estructurada por los elementos más variados, jamás vistos, que han ido desde una falta penosa de valor y energía de los litorales de las políticas públicas de defensa, hasta una participación complicitaria muy agresiva de los intereses del comercio, obsedido más que nunca por un gran mercado en toda la isla, por encima de toda consideración de soberanía del lado nuestro. 

En verdad, nuestra Patria ha sido su patrimonio virtual y su naufragio poco ha podido conmover los cálculos insaciables de lucro y provecho.  Así nos ha llegado este trágico presente.

Desfallecen los ánimos puros de la inmolación como ventura, que se tuvieran en otros tiempos.  Cada vez más se deforman valores y creencias, cuando se derrama la desesperada marejada del sufrimiento de millones de seres humanos inocentes, arrojados por el pavor del Crimen internacional, en pacto implícito con el Organizado.  Un poder extranjero más vil que desalmado, que asumió el caos como instrumento ideal para destrozar nuestro pueblo.

En la historia sangrante de la humanidad ésto que se está llevando a cabo en la Isla de Santo Domingo, tendrá pocos precedentes.  El poder de las naciones poderosas de la tierra es eminentemente delictivo; somos su víctima extrema; una reaparición de holocausto para dos pequeños y desgraciados pueblos. 

Uno, que intentó el progreso inútilmente; el otro, objeto del desprecio universal, pese a su connotación histórica de haber sido pionera de una Independencia, aunque quimérica.

Se prefirió lo peor, “abandonar toda esperanza” frente a uno y destrozar al otro, so capa de salvar al más sumergido en sus miserias. 

Tal es la realidad de la desastrosa trama urdida, a punto de tocar sus imprevisibles y dolorosos desenlaces. 

La inmoralidad internacional confía siempre, desde luego, en su cinismo y le bastará excusarse de sus hábitos crueles de fuerza y decir, nueva vez, encogiéndose sus hombros: “En todo caso, se tornó imposible el experimento, usaremos la fuerza y haremos lo de siempre, ocupar y aplastar a los pequeños; eso sí, todo en nombre de la sagrada paz, que nos servirá como hoja de parra de nuestra desvergüenza.”

Podría incurrirse en el error de entender que lo expresado aquí es una visión fantástica fruto del hastío y la soledad de mis años, ya incontables.  Pero no.  Son muy concretos y elocuentes los hechos que nos destruyen por dentro, primero bajo insidia, y ahora, por obra de violencias y miedos palpables, al tiempo que se les ofrecen a los hijos de esta tierra, lisonjeras maneras de fuga, amparadas por un visado ágil y alevoso, tratando de restar fuerzas a todo intento de resistencia.

Una maquinación fenomenal que sólo ahora parece encontrar algunas trabas por la aparición de influencias previsibles muy poderosas y de oriundez extracontinental: China y Rusia, que, sin sobreentenderse, están presentes.

Ambas, por separado, han hecho promesas tremendas de hacerse cargo de las desgracias de Haití: algo que las otras potencias tradicionales de la Geopolítica originaria se han negado a hacerlo.

Ambas Superpotencias también hablan de respetar la soberanía de nuestro Estado; es decir, una contrariedad inesperada para el viejo plan de fusión violenta. Y será difícil excluirlas como intrusas en el Caribe, pues cuentan con recursos dialécticos para intentar, no sólo la recuperación de aquella Nación pordiosera, sino para formar nuevos cuadros de sus juventudes en valores diferentes, conforme a los patrones utópicos residuales de aquellas culturas políticas, en retirada, en medio de sus avances y nuevas dimensiones que las llevan a ser algo más que potencias convencionales. 

China, al menos, lo intentará con el arma tremenda de su nueva ruta de seda, que en pueblos tan desamparados como los nuestros podrían merecer mucho contento.

Esa inquietud la acaba de señalar el Secretario General de ONU, cuando dijera que “la situación catastrófica de Haití podría generar perturbaciones graves en la Región”:  entiéndase bien Venezuela, Cuba y Nicaragua como vanguardia.

Para un creyente como yo, la Mano de la Divina Providencia se está moviendo y, quizás, dentro de ese insospechado nuevo contexto de Geopolítica, podríamos salvarnos del proyecto Mengueliano de nuestra desaparición.

Ahora bien, a propósito del hastío, preciso es decir que se pueden sacar lecciones útiles, siempre que se esté espiritualmente preparado para rectificar en conciencia, dado que enmendar es una sana práctica de vida; aceptar con modestia los posibles convencimientos de que median equivocaciones crónicas acerca del destino final de nuestra suerte. 

Es una forma muy reconfortante de terminar tranquilo, sobre todo, cuando esas experiencias están impregnadas de sinceridad.

Alcanzar ese estado de conciencia es una variable del milagro; desgraciadamente, hay que cuidarla, pues la soberbia puede reaparecer, peor si se hace acompañar de la vanidad y se desconocen nuevamente el valor de la humildad y la modestia como las más generosas trincheras.

Por ello, el pequeño desierto del hastío, si se aprovecha su vacío es tan valioso; lo siento presente en mi crepúsculo y me llena de un gozo quieto, amable, nada imponente, muy íntimo, que me fortalece y aleja toda idea de felonía y bajeza. 

El hecho es que uno queda bien compensado y puede ejercer esa mansa autoridad de la vida larga para el buen consejo y las advertencias.

Admitir que estamos, ciertamente, haciéndonos disfuncionales como Estado Nación; que no nos excusa el hecho de ser ésto impulsado por la imperdonable traición en connivencia con el odioso extranjero, que para sus planes y maldades no duerme.

Comprender que hemos sido trasquilados de principios, ideales y mística para los sacrificios que se harán necesarios para vencer la corriente de ese río recrecido de maldades.

Al menos en ese campo nos queda la fe de siempre de confiar en el puñado que no sabe rendirse, que ya se viene sugiriendo y reaccionará, no me cabe duda.  Después del espeso nublado contaríamos las estrellas.

Convengo en que luchar con el hastío no es fácil; son muchos sus componentes y se mantiene una sombra sobre los motivos que verdaderamente lo establecen, cual valladar a la comprensión. 

¿Por qué me he cansado de tantas cosas que ocurren en mi pueblo bueno?  ¿Qué es lo que me rebela y me lleva a este duelo con el hastío?

Se dice que en tiempos de calamidad, como las pandemias, es cuando se sufren esas neblinosas condiciones de fatiga integral que nos ponen a pensar en las otras cosas dormidas en la memoria, que reclaman ser tratadas nuevamente.

Al trastorno del quebranto posible de la peste se han sumado los recuerdos aluvionados y ésto sobrecarga el discernimiento; de ahí la contienda entre la “tranquilidad deseable” y los raptos excitantes del examen de conciencia.

Todo vale decir que es tiempo éste, en el que vivimos, donde los trinos no son de dulces avecillas, sino de graznidos mortificantes de cosas que se pudieron hacer de mejor forma, y no lo fueron, o de errores y tropiezos de falsos y hueros éxitos, que no superan el reexamen de la implacable conciencia, como tribunal último que no sabe de condescendencias indebidas.

Todo ese amasijo de olvidadas y mordientes circunstancias por las que se atravesara en las luchas de la vida, son las que terminan muchas veces por extenuarnos. 

De ahí el hastío que agota la paciencia y nos reta a un encuentro vital y escabroso.

A mis años, es obvio que el testimonio a prestar cobra fuerza.  Podemos los ancianos que por gracia de Dios no hayan perdido facultades esenciales para revisar ese largo túnel de la vida, brindar consejos, hacer advertencias sin peligros mayores de malicias y componendas. 

Es como si la aproximación al final de la existencia nos desvinculara de los intereses secundarios y personales.  No así en cuanto a las cuestiones trascendentales de la Patria, pues ésta es eterna en gran modo y está por delante el destino de las nuevas generaciones. 

Muchos creen resumir esa etapa como el gran nido de la experiencia y dicen: “¿Y los mayores, que piensan?  ¿qué entienden?”  Hay civilizaciones milenarias, como la China, que conservan intactas sus devociones por sus ancianos en medio de procesos deslumbrantes de modernización; que se empeñan en no renunciar a su inmemorial respeto por sus mayores, idos o por partir. 

Esas cosas ya se vienen impartiendo en el seno de nuestro pueblo desde las cumbres de sus filósofos en los niveles de Confucio y Lao-Tse.

El pueblo nuestro, subyacente, por mucho que se haya intentado corromperlo y desnaturalizarlo, guarda su índole buena y esto abre horizontes inmensos para sus nuevos sueños de adelanto y progreso sobre su tierra.

Las reflexiones de esta Pregunta de hoy se explican por sí mismas y la pregunta es muy simple: ¿Qué tal les parece?  Confío en la Gracia de Dios en favor del pueblo nuestro.

Advertisement
Privacy Settings

Leave a Reply